martes, 18 de noviembre de 2008

NO RECUERDO QUE DEBO OLVIDARTE

NO RECUERDO QUE DEBO OLVIDARTE
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Pedro conocía tan bien su guión que no necesitaba repasarlo mentalmente. No hacía falta tampoco; sólo constaba de un par de frases. Fiesta Privada. Ingreso Sólo Para Socios. Y si alguno de los excluidos protestaba por el hecho de que los socios no mostraran identificación alguna en la entrada, pues el asunto era más simple: él los conocía a todos. De nuevo, no hacía falta poseer demasiada memoria. Bastaba con saber asignar los colores: rubio para el cabello, rosado para la piel, granate para las pecas, verde y azul para los ojos. Y listo.

-La fiesta es privada, señor.

Oyó la frase como si la hubiera dicho él mismo, pero en un tono más rudo. Giró la cabeza y vio a Santorín interponiendo su humanidad entre la puerta de ingreso y un hombre moreno con gafas de intelectual e inmaculados puños blancos de camisa.

-El ingreso es sólo para socios, señor- ahí estaba el libreto de nuevo, y ahí estaban también el rostro desencajado del moreno de las gafas, su sonrisa de perplejidad dejando ver el blanqueado halógeno de su dentadura, su ánimo de protesta ahogado por el férreo celo laboral de Santorín. Pedro sintió pena por él. Por alguien a quien podría admirar.

-Señor- se dirigió al moreno, que empezaba a marcar nerviosamente un número en su celular-. No se haga mala sangre- allí su tono afable, allí la diferencia entre él y Santorín-. ¿Por qué insiste en entrar aquí si no lo van a tratar como usted desea?

El hombre dejó el celular timbrando y miró a Pedro a los ojos.

-Igual, esto es inaceptable- dijo, en el tono más educado que su fastidio le permitía-. No crean ustedes que me quedaré cruzado de brazos ante este atropello.

-Usted está en su derecho de hacer lo que crea conveniente- escogiendo las palabras y sosteniéndole la mirada-. Pero recuerde que nosotros sólo cumplimos órdenes.

La llamada del moreno de las gafas entró, mas Pedro no lo oyó responderla. En ese momento no pudo oír y ni ver nada más que a Rocío ingresando a la discoteca del brazo de un gringo, seguidos ambos por una corte de hombres y mujeres vestidos de fiesta. Pedro sintió el nudo de su garganta atravesar vertiginosamente su esófago, su diafragma y su estómago para enquistarse en sus tripas.

-Compadre- dijo Santorín, tomándolo del hombro- ¿esa era la Chío, no? Está irreconocible. Y no me miró ni de reojo.

-Está acompañada, pues- respondió Pedro.

-Está cojuda- replicó Santorín-. Eso es lo que está.

Pedro no resistió las ganas de verla más de cerca. Al ingresar a la discoteca, se sintió abrumado por el bullicio y cerró los ojos, como si quisiera orientarse en la oscuridad. No fueron más que unos segundos, los suficientes para ubicar, por encima del estruendo de la música, las carcajadas disforzadas de Rocío. Desparramada en uno de los cómodos sofás y con la boca del gringo diciéndole algo al oído y besándole el cuello casi a la vez.

Que distinta era aquella risa desbocada a las tímidas sonrisas que le sacaba él con sus chistes rojos.

-¿Conoces al negro cuatro leches, Chío?- dijo Pedro.

-¿Cuál es ese?- respondió ella, sonrojándose de antemano.

-Es el que te lo hace Ideal, te da Pura Vida, te lleva a la Gloria y te lo deja bien Anchor.

-Cerdo- le dijo ella, luego de reír un buen rato con ambas manos sobre la boca.

El gringo, amparado en la penumbra, acariciaba con todos los dedos y la palma de una mano el muslo desprotegido de Rocío.
Pedro recordó la primera vez que la vio con Renzo, el colorado que trabajaba con ella. Por el que lo dejó. Pachamanquéandosela de lo lindo a vista y paciencia del barrio entero.

A Pedro lo denunciaron por agresión y se mudó del barrio. No por pegarle a Renzo, sino al palomilla que le dijo zambo maricón, grandazo por la puras, el colorado un poco más y se la cacha a la Chío en plena calle y no haces ni mierda.

Pedro alegó en la comisaría que se había emborrachado. Lo que no dijo es que fue por ella.

Su madrina, la mamá de Santorín, le separó un cuarto en los altos de su casa. Ni siquiera se molestó en cobrarle el alquiler.

-Aquí hay espacio de sobra, Pedrito. Si caben hasta el Paulino con su mujer y mi nieto. Además, tú eres de la familia.

-Mamá, ya te dicho que no me gusta ese nombre- protestó Santorín, con la boca llena de carapulcra.

-Santorín es nombre de caballo- replicó ella. Yo te bautizé Paulino.

-Gracias por todo, madrina- dijo Pedro. Ya sabe que es por un tiempo nada más.
Se había portado diez puntos con él, su madrina. Y Santorín, ni se diga. Mejor que un hermano. Lo llevó a trabajar con él a la empresa de seguridad y, no contento con eso, lo hizo padrino de bautizo de su hijo. Aquel bautizo que Santorín remató con una encerrona memorable con los muchachos de la empresa.

-Mi compadre Santorín estaba hasta su mano de borracho- dijo Pedro-. Así que no se le ocurrió mejor idea que bajarse el cierre, sacar la vaina y azotarla contra la mesa.

-Las botellas y los vasos saltaban, primo- juraba Barbarito, otro de sus compañeros, mientras se besaba los dedos haciendo la señal de la cruz-. Un brazo de bebé, a la firme.

-Como te emocionas ¿no mujer?- remató Santorín, pellizcando a Barbarito en la tetilla.

Un tipo de inocultables rasgos andinos e impecable terno gris claro pretendía ingresar a la discoteca. Santorín volvía a hacer gala de su aspereza plantándose delante de él.

-Las normas son claras señor- Santorín le añadía una línea extra a su libreto-. El ingreso es sólo para socios.

-Muy bien. Dígame entonces donde me inscribo para hacerme socio- retrucó el serrano, con absoluta tranquilidad.

-Eso tendría que conversarlo con la administración, señor- la calma del hombre enervaba a Santorín.

-Llame al administrador entonces.

-¿Usted cree que él está aquí ahora? Búsquelo en horario de oficina.

La acompañante del serrano quiso decir algo, pero éste la interrumpió con un gesto de la mano derecha. Acto seguido, introdujo la izquierda en el bolsillo de su saco, dejando ver el Rólex legítimo que llevaba en la muñeca.

-Aquí tiene un billete de doscientos soles y mi tarjeta- dijo, extendiendo ambos hacia Santorín-. La Santa Rosita es un soborno para que me deje ingresar. La tarjeta tiene la dirección de mi empresa.

Santorín lo miró sin perder la seriedad.

-¿Por quién me ha tomado, señor?- atinó a decir.

-Por nadie, amigo mío. Solamente le ofrezco una posibilidad de elección.

-Pues sépase que no la necesito. Y ahora, si me disculpa, debo seguir con mi trabajo.

-Un trabajo poco grato, si me permite decirlo. A menos que encuentre algún placer en hacer lo que hace.

-Eso es asunto mío, caballero.

-Lo sé- finalizó el del Rólex-. Buenas noches.

Al pasar junto a Pedro, el serrano volteó y le entregó la tarjeta.

-Vayan a verme el lunes. En horario de oficina.

Pedro la leyó. No pudo disimular su asombro al ver el nombre de la empresa.

-¿Por qué hace esto, señor?- dijo.

-No lo sé- respondió el otro, sin perder su aire ceremonioso-. Tal vez soy un buen tipo y en verdad quiero darles una oportunidad. O simplemente quiero sentirme superior a ustedes, al igual que sus jefes se sienten tan por encima mío como para negarme el ingreso a su discoteca.

Dicho esto, se alejó de allí del brazo de su acompañante, no sin antes arrugar la Santa Rosita y arrojarla a los pies de un trío de chicas que estaban por ingresar al local. Ellas lo miraron de arriba a abajo. Luego se miraron entre ellas.

-Indio naco- dijo la más alta.

-¿Qué se ha creído, eh?- añadió la más guapa.

-No sé, chola- completó la más ebria, recogiendo el billete. Pero quien no es conchuda, muere cojuda.

Las tres ingresaron riendo, y una de ellas dejó caer su celular. Pedro lo recogió y fue tras ellas. Al entrar, vio a Rocío bailando con uno de los amigos de su gringo. El tipo se meneaba torpe y obscenamente detrás de ella, cogiéndola de las caderas con ambas manos.

-Disculpa ¿ese es mi celular?- dijo una voz chillona a su costado.

-Si señorita. Lo recogí en la entrada- respondió él, sin poder dejar de mirar a Rocío.

La tipa cogió el teléfono, sin molestarse en agradecerle. Pedro sintió ganas de meterle la mano en medio de las nalgas.

Las tres horas y media que le faltaban para cumplir su turno las pasó Pedro tratando de espantar a Rocío de su mente. No lo consiguió del todo, pero se le hizo más sencillo cuando empezó a pensar en el olor de los tamales con que su viejita lo esperaría a desayunar. Ya era hora de que la visitara también.

A las siete de la mañana, Pedro marcó su salida. Ya en la calle, sintió el suave ramalazo de la brisa marina y vio a unos chiquillos bajar con sus tablas rumbo al circuito de playas. Se sintió extrañamente bien. Hubiera querido tomarse un emoliente, pero no había donde. Decidió cruzar hacia el quiosco de doña Rosalía, quien barría la acera frente a su negocio.

-No me barra los pies, pues doña. Va a hacer que me case con una vieja- dijo Pedro.

-Me apuntaré entonces. Mira que vengo con negocio propio- retrucó la mujer, coquetamente.

-Primero se me divorcia y ahí conversamos- dijo Pedro, señalando una Inka Kola.

-Eso demora, papacito. Más rápido enviudo- dijo la doña, besando las monedas con las que Pedro pagó por la gaseosa-. La primera venta del día. Eres mi suerte, Pedrito. Ahora voltea despacio, porque me parece que esa chica te está mirando.

Allí estaba Rocío. A cincuenta metros de él y fingiendo no haberlo visto. Fumaba un cigarrillo con vehemencia. Pedro vació de un solo trago su botella de gaseosa antes de sentir que sus pies empezaban a moverse.

Al llegar junto a ella, vio el mordisco que le adornaba el hombro izquierdo.

-¿Te lo hizo tu gringo?- dijo Pedro, por todo saludo.

-No- respondió Rocío-. No él.

Pedro estiró su largo brazo para detener un taxi.

-¿Quieres que te lleve a tu casa?

-No voy para allá. Voy donde mi mamá.

-Qué coincidencia. Yo también voy donde la mía. Sube.

Se sentaron juntos en el asiento trasero. El aire frío entraba por la ventanilla. Pedro se despojó de su saco y lo puso sobre los hombros de Rocío. Ella no lo rechazó.

-Qué milagro vas donde tu mamá- dijo Pedro.

-Tengo que dejarle una plata.
Su maquillaje lucía estropeado y el olor de su perfume se confundía con el del alcohol, el tabaco y el sudor evaporado. Su cabello humedecido empezaba a perder el laceado.

-¿Y porque no vas a tu casa a cambiarte primero?

-Quiero llegar antes de que mi papá se despierte. No tengo ganas de verlo.

-¿Por qué?

-Porque él piensa que soy una puta- dijo Rocío, no tan bajo como para que el taxista no la oyera-. Que me visto como puta, que camino como puta, que huelo a puta y seguro que hasta tiro como puta.

-Rocío, córtala. Estás borracha.

-Ni borracha ni puta, Pedro- dijo ella, mirándolo de frente por primera vez.

Un BMW frenó junto al taxi, en un semáforo. Rocío se despojó maquinalmente del saco y se lo devolvió a Pedro.

-Me bajo aquí, por favor- le dijo al taxista.

Quiso pagar la carrera. Pedro hizo un ademán negativo.

-Siempre tan caballero ¿no?- dijo Rocío, con los ojos cansados y la sonrisa triste.

Pedro la vio subir al BMW. Al volante, el gringo de la discoteca fumaba sin siquiera mirarla de reojo. La luz del semáforo cambió y se alejaron. Pedro echó la cabeza hacia atrás.

-¿La misma ruta, sobrino?- dijo el taxista.

-Sí- respondió Pedro-. Somos del mismo barrio.

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